Los momentos más difíciles para los que decidimos llevar una vida nómade, son, paradójicamente, cuando decidimos movernos.
Existe una ambigüedad de sentimientos que aparecen juntos y de la mano cada vez que confirmo un pasaje. Por un lado, éxtasis, adrenalina y felicidad porque las proyecciones de volver a la playa, de vivir descalza, de rodearme de magia, vuelven firmes a formar parte de mi futuro latente.
Por otro, la tristeza en los ojos de mi familia o la confirmación de que no voy a estar para el nacimiento del primer hijo de mi mejor amiga, me agrietan.
Mi vida está dividida.
Siempre lo estuvo. Desde que decidí irme de Mar del Plata a vivir a BsAs.
Mi familia en mardel, mis amigas y vida nueva en baires. Mi mar en mardel, mi vida social en baires…
Y así se fue acentuando esa división con distancias más largas. La lista de vínculos, deseos y experiencias se llenaba tanto de un lado como del otro.
Esta constante división me obliga todo el tiempo a conectarme con mis verdaderos deseos: ¿qué es lo que realmente quiere Pili de su vida?
¿Cómo quiero vivir mi día a día?
Son preguntas que me hago todo el tiempo. Confrontarme con los deseos genuinos a veces me incomoda y angustia. Pero cuando descubro que es ahí, en ese auténtico anhelo, que me conecto con mi corazón, todo comienza a fluir.
Asumir mi división.
Ser consciente de que es el tener la vida partida lo que en definitiva me representa, es lo que me permite liberarme de la carga que cada cambio de rumbo conlleva.
Y desafiarme a encontrar el equilibrio para reducir esa grieta, me motiva a seguir en la búsqueda de mi mejor vida.
No creas que es fácil, no creas que no me cuesta, no creas que no se me astilla un poquito el corazón cada vez que decido volver a casa o volver a viajar. Pero sabé que esto soy y que la vida que constantemente y de manera consciente elijo a cada paso, es la vida que más me representa en donde despliego todo lo que soy de la mejor manera que puedo con lo que mejor me sale.